Serendipia para convalecientes: Las salas de urgencia en el Chile con Fonasa letras A y B




Es casi imposible hablar de una sala de urgencias sin caer en el cliché. El olor a caca, pipí y copete del mendigo al que dejaron acostado afuera porque hiede y puede infectar un hall entero: primer cliché. El olor de la sangre, la espera eterna, el olor a muerte, la guagua llorando: segundo cliché. La enfermera guatona, el enfermero cola, la vieja chica que conoce a toda la gente y trata a los camilleros por el nombre de pila, el viejo flaco que no sabe ni cómo se llama y solo sabe que lo abrigan demasiado para salir; en general toda esa gente que habita en el interior de una sala de espera: tercer y absoluto cliché. Los médicos aburridos, algo sádicos, algo perversos, algo imprecisos sin levantar una ceja porque no es lo mismo un hospital público que una clínica particular y entonces el error ejecutado sobre el cuerpo pobre es menos que un error en el cuerpo pituco porque el pobre no hace demanda y huele a pescado: también cliché.
(Aclaración preliminar: Convengamos en que esta crónica está pensada desde el plano de aquellos que no tenemos para pagar una consulta o no podemos endeudarnos más de la cuenta. Se excluyen todos los demás casos en que alguien quiera pensar y por sobre todo se excluyen de cuajo las personas o lectores que se quieren morir de gusto en una clínica particular.)
Yo paciente
En las salas de urgencia a la gente se la atiende según la gravedad. La primera vez que fui a una sala de urgencias fue por una muela. Valparaíso, noche. Ventanilla de recepción y una mujer con las uñas pintadas me repite, como increpando, el motivo de mi consulta y con un tono de voz que inmediatamente intuí como irónico me dice “dolor de muelas” y finge reír. Me señala que espere. Espero. Se me pasa el dolor de muelas cuando veo un flaco con seis puñaladas en el pecho entrar gritando sobre una camilla que los enfermeros del Van Beuren hicieron desaparecer detrás de una puerta. Mi gravedad estaba a la altura de la sonrisa fingida de la mujer y entonces me paré y me fui. Compré tres Bálticas de litro y una cajetilla de Belmont corriente y parafina adentro se me pasó el dolor, quizá también la infección, si es que la hubo. La segunda vez que entré a una sala de urgencias fue en la Posta Central, misma muela, tres años después. Por 10 lucas un veterinario culiao sádico me la arrancó a tirones y con una sola dosis de anestesia mientras se reía y comentaba con la otra dentista que si me seguía moviendo iba a tener que dejarlo a la mitad. Esta vez recibí tratamiento, alivio incluso, y supe por primera vez lo que significa esperar una hora con un número en la mano y la cara doliendo, aunque honestamente lo que más me dolía esa vez era ser de ese segmento que aunque pobre luce como si tuviera isapre y se gana el desprecio de alguien que, siendo menos pobre que tú, tiene cara de decreto supremo y lo enjuicia a uno por quizá qué corazonada. La tercera vez que entré a una sala de urgencias fue a la urgencia psiquiátrica en Recoleta. Fui solo y me metí porque pensé que quizá me quería matar. Antes que yo había un weón con angustia y tajos finos en la cara, como de gillette, que pedía que lo internaran porque la noche anterior se había querido matar pegándose cabezazos contra un muro. No explicó los cortes, pero repetía mucho lo de los cabezazos en el muro y decía algo de su compadre que lo dejó en el taxi. Esa tarde también en la sala de espera había una cabra con crisis de pánico que estaba envuelta en una frazada gris. Ojos hundidos, pelo negro, flaca, con ese toque elegante que tienen algunas minas enfermas, muy Anna Frank en su chilenidad de clase media aburguesada que levanta la cabeza de una manera arrogante hasta en los peores momentos, pero que dejaba notar lo poblacional en el pequeño detalle de la frazada gris porque, por muy loca que esté una cuica jamás iría envuelta en otra cosa que no fuera un cobertor suave o en un abrigo de hombre. Me dio lástima la cabra por la forma en que la sostenían dos mujeres (de seguro madre y hermana mayor) que sin mirar a nadie más esperaban con impostada elegancia a que las llamaran para ingresar a la cabra y dejarla ahí hasta que se le pasara la locura o lo que fuera. Juro que esa tarde me paré y salí caminando rápido cuando me llamaron porque pensé que me podían dejar adentro. Mal que mal andaba solo y hay que estar bien loco o muy weón para meterse por voluntad propia en un lugar con esa clase de huéspedes y sin que lo llamen a uno. También juro, y lo digo en serio, que de ver a la gente en su inmundicia mental me sentí bien y, como quien se mejora de una desilusión amorosa vomitando luego de subir a la montaña rusa, yo me sané en el acto. Compré una coca cola en un local peruano y la llamé para que me fuera a buscar y nos tomáramos algo para reconsiderar hasta lo irreconsiderable. Lo bueno es que se me quitaron las ganas de matarme y por psicología inversa obtuve solución. Como paciente no hubo cuarta vez pero aprendí que para gente como yo es mejor la enfermedad que el remedio porque el tránsito que va de la urgencia a la solemnidad de una espera pajera y poblacional no me queda cómoda por muy pobre que haya estado en su momento o por muy pobre que vuelva a estar algún día. El caso es que así, viéndolo con distancia, creo que he preferido voluntariamente no enfermarme, infectarme o volverme loco hasta nuevo aviso.


Yo acompañante
Si bien no soy una buena compañía para personas con heridas expuestas soy una excelente opción de lazarillo para personas con dolencias sin sangre. Y esto lo digo porque en momentos de crisis hago reír a la gente y sabido es que la risa, a quienes tienen laceraciones o puñaladas, les abre las heridas y las hace sangrar. En cambio a los contusos y a los hipertensos el chiste les relaja y hace que la espera sea no menor, pero sí menos eterna.
A Marco X lo llevé en el 96 a la posta por una puñalada que le pusieron en el culo. Una marca decorativa y representativa de nuestra chilenidad es la puñalá en la raja y Marco X se llevó una en la fiesta de quince a la que no fuimos invitados. Nunca quedó claro el inicio de la pelea pero cuando a Marco X le dieron el pinchazo en el cachete del poto pegó un grito áspero que alejó a la gente dejándolo en medio como en un círculo de rap. Luego la sangre, el frío, la caminata, la micro y la posta. Hora y media de espera y 12 puntos para la más vergonzosa puñalada que puede recibir un cabro de 16 años. Me pidió que no le contara a nadie porque no quería que las minas supieran que había recibido una puñalada en el poto.
Obvio que lo primero que hice a la mañana siguiente fue contarle a todo el mundo y a Marco X hasta el día de hoy hay quienes lo llaman por el pseudónimo de “puñalaenlaraja” (todo junto). En el año 2000 me tocó llevar a un primo hasta las fauces mismas del Hospital San Borja en el que Ricardo (R.I.P.), que entró con una apendicitis dolorosísima que no se contentó con ser una apendicitis y tuvo la imprudencia de convertirse en peritonitis gracias a que la enfermera se confundió al llenar las fichas y a mi primo lo llamaron primero por otro nombre y como nadie apareció nos hicieron correr en la lista y eso significa que la habitual espera de tres horas se transformó en cinco y el pobre infeliz casi se muere. El tarado de mierda se murió tres años después porque cruzó el puente de Apoquindo con Vespucio borracho, a las 4 de la mañana, y una camioneta lo hizo pico y lo único que no le rompió fue el apéndice que le habían sacado en el 2000. Después de eso me ha tocado ir alrededor de 7 u 8 veces más por diversos motivos pero el último es el más espeluznante porque fue hace poco y porque la paciente me importaba más. Mi mujer, fumadora y trabajólica, tuvo la mala idea de tener un infarto al cerebro hace un mes y terminamos en el San Juan de Dios un domingo de noviembre en el que la muerte le hizo un guiño y menos mal que ella no le hizo caso. Como no podía hablar me tocó estar con ella en todos lados y ser su traductor, razón por la cual no solo me quedé en la sala de espera sino que tuve la suerte de pasar con ella del otro lado de las puertas de vaivén y entonces entré en la ciudad zombie que hay en el servicio público de salud. Por una cosa de cercanía y de confesión paso a detallar un poco la experiencia.
Primero que nada aclaremos una cosa: Lo de las camas en los pasillos es cierto, aunque no todas son camas sino camillas y es triste. Lo de la gente muriéndose en las salas es cierto también, aunque eso es obvio. Lo de la sobrepoblación de enfermos y lo de la mala atención es lamentablemente una realidad brutal, no porque se quiera atender mal, sino porque evidentemente la falta de recursos y la falta de personal son un problema crítico. Me tocó ver viejos escupiendo sangre y gimiendo de una manera horrorosa. Me tocó ver pies con uñas horribles que eran examinadas al lado de uno y me tocó presenciar la triste latencia de esas personas que llevan años muriéndose o esperando a que una operación les renueve el dolor insomne con que vuelven a casa para seguir muriendo a punta de analgésicos y remedios amarillos que les pasan en una bolsa de papel. Esa noche nos atendieron después de once horas de espera, ya que un infarto al cerebro tiene una gravedad inferior a otras atenciones y, lamentablemente, tuvimos la suerte de coincidir aquel día con un baleado que se llevó la atención de los doctores y con tres viejos que estaban tan en la pitilla que daba la sensación de que los médicos trataban de matarlos secretamente pidiendo exámenes porque salvarlos era menos posible que enterrarlos dos días después. Había un Bryan que llevaba seis horas esperando en un rincón y nadie lo tomaba mucho en cuenta principalmente porque venía de una pelea en que le habían fracturado un brazo con un bate y le habían molido un par de costillas, pero como se llamaba Bryan y venía de una pelea las enfermeras lo llamaban fuerte por su nombre (como para que nos diéramos cuenta que estábamos cerca de un flayte apaleado) y lo miraban con una pequeña cuota de sadismo, ya que sabían que ese tipo cuma era una muestra representativa de esa calaña de gente que en los noticieros apuntan con el dedo. Entonces su dolor era también un ajuste de cuentas y un castigo más que merecido, porque las enfermeras sabían que cualquier día cuando volvieran del turno podrían ser interceptadas de camino a sus casas por ese mismo o por otro Bryan y perder la cartera, el celular, la plata o la vida misma. Y cada doctor veía en ese mismo Bryan al choro flaco que les pega un portonazo y les quita con un cuchillo Tramontina la camioneta grande que se compraron hace menos de un año. No me cabe duda de que si no fuera por el estereotipo poblacional delictual que ha configurado Chilevisión al pobre Bryan lo habrían atendido antes, cuando correspondía, porque en la Clínica Alemana ni cagando tienen a un weón por 15 horas acostado en el piso y con seis fracturas en el cuerpo.
Mi mujer salvó de suerte, lo que es una felicidad, sin embargo tuvo la mala suerte de estar en el AUGE. Y esto último lo digo porque una vez que entras al AUGE comienza una versión kafkiana que implica cosas que jamás podré entender del todo. De partida cuando te lo anuncian es como si te hubieras ganado unas vacaciones en una localidad guatemalteca tomada por militares, ya que al recibir la noticia no sabes si ponerte contento o sentir pánico. La tipa me dijo sonriendo “Ah pero mire: Es AUGE” como si me estuviera vendiendo algo. Y luego de eso me hizo llenar fichas y comenzaron a pedirme exámenes y pruebas de que efectivamente el diagnóstico era tal cual lo decía el doctor y todo se volvió una pesadilla burocrática que no termina hasta el día de hoy. Por eso cuando digo que ha sido una experiencia kafkiana creo que no me equivoco, aunque confieso que decirlo de esa manera es un poco faltarle el respeto a Kafka porque ni en volá de ron silver habría escrito algo que pudiera describir esa mezcla de idiotez y burocracia que tiene el chileno medio.
Yo conversador
Lo mejor de las salas de espera es la conversación con los desconocidos. He conocido varias mujeres de quienes no recuerdo sus nombres pero podríamos a todas llamarlas María porque tienen esa configuración corporal como de clase baja entristecida pero resilente. He conocido también varios maridos que, abnegados, llevan de un lado a otro a sus mujeres y las esperan entre el cáncer y las quimios. A veces he conversado con las enfermeras y me doy cuenta que el peor error de la pornografía es pensar en ellas como un objeto de deseo. Al menos yo no me caliento con alguien que pasa el día entero caminando entre microorganismos y tomando por el borde una chata llena de pipí amarillo y grueso que una señora ha depositado luego de estar acostada un mes producto de un accidente vascular; tampoco me parece atractivo sexualmente el uniforme o la situación en que tendría que encontrarme para que una de ellas me atendiera o me masajeara la entrepierna en el caso de que me hospitalizaran. Quizá en el sistema privado las enfermeras son más maracas y más ucranianas, pero el caso es que en el sistema público son rudas, están cansadas y poco tiempo tienen de almorzar como para dedicarse a complacer las fantasías amatorias de un anciano al que lo único que se le para a diario es el corazón.
También está la conversación inevitable con esas personas que solo quieren que alguien las escuche. Aquellas que, al primer contacto visual, te muestran que a su lado hay una anciana muriendo y te dicen “es mi madre” y se quedan esperando un segundo a que uno siga la conversación y diga algo. Basta suspirar para que piensen que uno está interesado y se largan a contar la historia completa de la vieja que duerme junto a ellas. Entonces te hablen de los años que llevan yendo y viniendo por esos pasillos y de que conocen a todo el mundo y que la enfermedad avanza y no se puede hacer mucho. Es terrible escucharlas, pero no hay nada más que hacer porque uno está solo y esperando, probablemente son las tres de la mañana y hay que reconocer que hasta las peores historias pueden ser entretenidas cuando tienes miedo de que alguien se te muera, además de que esas viejas se saben de memoria el funcionamiento de cada uno de los sectores y al final terminan siendo tus aliadas que averiguan cosas que uno no se atreve a preguntar. Se paran y mueven objetos como si estuvieran en su casa. Si te ven preocupado van con soltura donde un médico que las conoce para anticiparte un diagnóstico y toman la ficha de tu mujer como si fueran cirujanas. La leen. Asienten o fruncen el ceño. Vuelven con noticias y diagnósticos posibles y te dan tranquilidad. Incluso cuando amanece hurguetean dentro una de las bolsas que tienen sobre las piernas de la veterana y te pasan un pan o un jugo en caja. También tienen un rollo de papel higiénico, bolsas plásticas por si alguien vomita y tienen cigarros, aunque no fumen, porque saben que alguien siempre necesita un cigarro y como han vivido toda la vida agradando o cuidando a alguien se esmeran en caerles bien a todos los desconocidos que conocen cada noche y a los que les repiten cuantas veces sea necesario la misma historia que me contaron a mí sobre el estado de salud de la madre que sigue durmiendo y agonizando aferrada al suero paliducho con medicamento que le ponen cada cuatro horas. A veces pareciera que el suero es la formalina de la clase baja, porque mantiene en esa suerte de descomposición controlada que sufren los cuerpos sin tratamiento y sin dinero para especialistas. El suero es la única razón de ser que tienen los enfermos que no saben si se van a morir o no de lo que sea que tengan.
Es bueno conversar con los camilleros. Ellos fuman en la puerta y esperan a que les devuelvan la camilla del Sapu en que trabajan. O simplemente fuman y te meten conversación para pasar el frío. Como todos los hombres que trabajan de noche tienen esa coloración café que adopta el cuerpo cuando duerme como la mierda. Y son de una clase de personas que no han perdido del todo la fe, pero que por costumbre han aprendido a tomar distancia de todo tipo de emociones negativas. Por eso sus historias son siempre las mismas y repiten la frase “no se preocupe que todo va a salir bien” aún cuando uno venga por un familiar baleado en la cabeza. El caso es que dicen frases por defecto mientras piensan en sus vidas y en la excusa para contarte que tienen una hija que acaba de entrar al Centro de Formación Técnica a estudiar diseño gráfico. Mientras te mueres de la incertidumbre y fumas de nervioso ellos tratan de bufonearte la noche con el rendimiento de una pendeja que hace dibujos en photoshop aún cuando te importa una mierda, pero nadie tiene el corazón para hacerlos callar porque es imposible hacer callar a cualquier hombre maduro que trabaje de noche en un uniforme verde, celeste o bermellón.
Debería terminar con una arenga completamente abajista y revolucionaria, pero no
Como decía al principio hablar de la salud pública es hablar del cliché. Y no quiero cerrar esta crónica con frases políticas de mierda o con un abajismo que no me corresponde. Me declaro un tipo de clase baja porque vivo en una comuna de gente pobre y porque me carga que todo el mundo quiera o pretenda ser de clase media. Sin embargo no tengo la cobertura médica ni la plata como para atenderme en otra parte que no sea un SAPU en primera instancia y en una Urgencia en un caso fatal.
Con los años he aprendido a tenerle cariño a las desaveniencias del proletariado. He abrazado con amor las frazadas grises de la salud pública y, de alguna extraña manera, he comprendido que es mejor morir esperando un turno que morir pagando un bono para un examen que no sirve para nada.
Por cosas de mi trabajo he tenido la suerte de conocer trabajadores de la salud, desde los maravillosos funcionarios del hospital Salvador con quienes compartí 28 días de huelga hasta una Ministra que me recibió una vez junto a mi jefe en su pomposa oficina para tratar de convencernos en medio de una entrevista de que en el gobierno hacen lo mejor que pueden por mejorar la salud y para decirnos, sin asco, que son mejores personas de lo que realmente son.
He visto documentos que cuentan del negocio que hacen los mismos directores de hospitales públicos para concesionar hasta las palmeras y sacar plata del lucrativo negocio de la salud y de los estacionamientos, y he visto la bendita jornada laboral de la vieja que vende sánguches, cigarros sueltos, café y leches con Milo a la salida del Hospital Félix Bulnes.
Con todo esto, me gustaría mucho levantar el puño y decir que hay que luchar por una salud gratuita y de calidad. Me gustaría mucho pensar que los doctores son en realidad unos tipos que quieren mejorar la calidad de vida de la gente, pero eso es un cliché que no quiero repetir porque sería falso. También me gustaría pensar que los actuales estudiantes de medicina no estudian porque vieron Dr House sino por un motivo un poco más alienante, sin embargo las facultades siguen siendo mausoleos en los que la gente va a convertirse en estatua sin piedad o corazón. Y aunque sé que cualquier lector me podría decir que hablo desde la herida o que respiro por el hoyo del balazo, quiero dejar en claro que, a pesar de todo, me provoca una porción de felicidad el ser parte de un país en el que una sala de urgencias es también un circo pobre. Me gusta el placer de ver que la gente se las arregla como puede y que la muerte no es tan terrible como la pintan en los noticiarios, y que las enfermeras no son tan ricas como lo dice el Kike Morandé, y me gusta saber que al final de cuentas no es tan terrible esperar seis meses por una operación si es que te sale gratis porque al final te vas a morir de todos modos y al menos vas a dejar más chauchas en el bolsillo de tus deudos que en los bolsillos de un médico de mierda que te va a desangrar la billetera antes de mandarte a cagar en una bolsa negra con las patas frías derechito a la morgue.
La mejor manera de sobrellevar la muerte es viviendo una vida que valga la pena para que alguien se tome el tiempo de recordarla o de contarla a otros en una sala de urgencias:Cliché final.

Escrito en Revista Intemperie

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